×

Introducción a los libros de la Sagrada Escritura


I. LA REVELACIÓN PROFÉTICA


1. Las Sagradas Escrituras, inestimable don de Dios

Las Sagradas Escrituras son un inestimable don de Dios que el hombre no podrá nunca suficientemente agradecerle. Elevado al orden sobrenatural, a la participación de la misma naturaleza divina, y caído de él por el pecado de nuestros primeros padres, plugo a Dios en su infinita misericordia redimirle, elevándole de nuevo a una altura sobrenatural mayor todavía que aquella de que cayó. Estos sus amorosos designios sobre él ha ido Dios descubriéndoselos al hombre gradualmente, revelándoselos, dándose así a conocer los inefables misterios de la vida divina, de su amorosa providencia, especialmente en cuanto a la redención, en los cuales participaría el hombre por su incorporación como miembro al cuerpo místico de la Iglesia, cuya cabeza es el Unigénito del Padre, hecho carne, que con su sangre preciosa había de redimir a la caída humanidad de la servidumbre del pecado.


2. Principal contenido de las Sagradas Escrituras. La revelación

Esta revelación, hecha de una manera gradual y progresiva, es el principal contenido de las Sagradas Escrituras, pues aunque en ellas se contengan otras muchas cosas accesibles a la humana inteligencia, que reveló Dios al hombre para que con mayor facilidad y certeza pudiera conocerlas sin mezcla de error, todas ellas se subordinan al fin principal de las Sagradas Escrituras: dar a conocer al hombre los inescrutables amorosos designios de Dios sobre él.


3. No son las Sagradas Escrituras la fuente única de la revelación

No son solamente las Divinas Escrituras las que contienen este sagrado depósito. Se contiene, además, en la tradición viviente de la iglesia de Cristo, que es la fiel depositaria del divino tesoro y el intérprete autorizado de los sagrados libros. Sólo la Iglesia puede indicarnos con infalible certeza cuáles son los libros que, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, contienen el sagrado depósito. Cualquier otro criterio será del todo insuficiente y sólo podrá servir para confirmar la verdad de la doctrina de la Iglesia, pues siendo la inspiración un hecho sobrenatural, sólo una autoridad de orden sobrenatural e infalible podrá suficientemente certificarnos de él.


4. Las Sagradas Escrituras son obra de Dios y del hombre

Todos y sólo los libros canónicos, es decir, los que ha incluido la Iglesia en su canon de las Sagradas Escrituras, han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, y son, por tanto, obra divina. Tienen a Dios por autor principal, aunque sean también al mismo tiempo obra humana, cada uno del autor que, inspirado, lo escribió. Este doble carácter de los libros santos, totalmente obra de Dios, totalmente obra del hombre, es fundamental y capitalísimo para el conocimiento e interpretación de las Divinas Escrituras, y de no tenerlo en cuenta tropezará el lector de estos libros con innumerables e insolubles dificultades.
El autor humano es órgano, instrumento del Espíritu Santo, pero instrumento vivo y racional, que bajo la acción de Dios desarrolla su actividad y usa sus facultades de tal manera que en el libro por él escrito queda como grabada su personalidad, que fácilmente podrá de él deducir el lector. Es, pues, necesario, al interpretar, penetrar en ello cuanto sea posible sin prescindir de nada que pueda contribuir a darnos a conocer el autor en todos sus rasgos personales característicos y en el desarrollo de su actividad, su índole, su carácter, su formación espiritual, sus condiciones de vida, el tiempo en que vivió, las fuentes que utilizó, ya orales, ya escritas, las formas de decir o géneros literarios que empleó. En cuanto posible sea nos hemos de hacer otro él.


5. La profecía

Sacra doctrina llama muy bien Santo Tomás a la Sagrada Escritura y, por consiguiente, a la Teología, que de ella toma sus principios, ordenándolos sistemáticamente y desarrollándolos y considerando cuanto trata bajo la razón formal de la divinidad, sub ratione Deitatis, pues es Dios mismo, o algo a El ordenado como principio o como fin, y siempre visto a la luz de la divina revelación y en cuanto por ella cognoscible. Esta luz es el lumen propheticum, pues no ha querido Dios revelarse inmediatamente a todos y cada uno de los hombres, sino a algunos solamente, que, como intermediarios entre Dios y el resto de los humanos, recibiesen de El las divinas enseñanzas y en su nombre y con su divina autoridad las transmitiesen a los demás.


6. Los profetas

Por esto han sido llamados profetas o intérpretes de Dios, y en su nombre y con su divina autoridad transmiten las verdades sobrenaturales que sobrenaturalmente les dio Dios a conocer. Por haber sido hecha de este modo se llama también la divina revelación, doctrina profética, principalmente la del Antiguo Testamento, pues la del Nuevo nos ha sido hecha directa e inmediatamente por el mismo Verbo de Dios encarnado, aunque a los que no pudimos oírla de sus divinos labios nos haya sido transmitida por sus apóstoles y discípulos en los libros que divinamente inspirados escribieron algunos de ellos y en las divinas tradiciones que, de ellos recibidas, conserva fielmente la iglesia, fundada sobre ellos como cimiento por Cristo Nuestro Señor.


7. Objeto de la profecía

El objeto de estas divinas comunicaciones se extiende, según Santo Tomás, a todas aquellas cosas que pueden ser conocidas por vía sobrenatural: los misterios de la vida divina, de su providencia, especialmente de la redención; las leyes de las buenas costumbres, por las que el hombre se encamina a Dios; sucesos futuros, etc. Es, pues, el objeto de la profecía el mismo que el de la fe, que define San Pablo: Sperandarum substantia rerum, la firme certidumbre de las cosas que esperamos, indicando así que la fe nos muestra aquí, tras el velo del misterio, lo que con su visión nos hará bienaventurados. Las otras cosas que no sean la verdad divina, en tanto pertenecen a la fe, en cuanto tienen relación con Dios y nos declaran algo de su naturaleza. Los mismos misterios de la humanidad de Jesucristo y de su iglesia sólo caen dentro del objeto de la fe en cuanto que por ellos nos encaminamos a Dios: in quantum per haec ordinamur ad Deum.


8. Los grados de la profecia

Dentro del amplísimo objeto de la ciencia que comunica Dios a sus profetas, cabe distinguir varios grados en la ilustración de la mente del profeta y el conocimiento por él así adquirido. Es el primero aquella ilustración divina en virtud de la cual conoce el profeta las verdades sobrenaturales, los misterios divinos que se ofrecen a su mente, en forma clara, inteligible, sin los velos de imágenes sensibles. El segundo es la ilustración en que las cosas divinas se presentan a la mente del profeta revestidas de imágenes sensibles. El tercero, finalmente, es la ilustración por la cual el profeta juzga, con una verdad y certeza que excede las fuerzas del humano entendimiento natural, de cosas cuyo conocimiento adquiere por medios naturales. Es propio este último grado de profecía de aquellos escritores sagrados que tratan de cosas cuyo conocimiento es asequible a la razón, verbi gratia, de materias históricas. En esta misma categoría puede incluirse los que tratan de cosas aun sobrenaturales, cuyo conocimiento han adquirido por la vía ordinaria del estudio o de la fe, por ser enseñanzas de profetas anteriores.


9. El conocimiento profético de los hagiógrafos

Este último grado de profecía es el más común a los autores sagrados, aunque en muchos de los libros santos se contengan partes, de mayor o menor extensión, en que se exponen revelaciones por ellos recibidas en el modo correspondiente al primero o al segundo grado de la profecía. Conviene, pues, determinar con alguna mayor precisión qué significa ese conocimiento profético y qué es lo que añade al adquirido por vía natural y ordinaria. Santo Tomás dice que esa luz profética se les concedía para conocer las cosas y juzgar de ellas veritatem divinam, secundum certitudinem veritatis divinae: con divina verdad, con la certeza de la divina verdad. La fe, como la teología, contempla todas las cosas bajo una razón formal divina y sobrenatural. De un modo semejante, los hagiógrafos conocen las cosas y juzgan de ellas a la luz de los altos principios divinos, y conocen y juzgan con aquella claridad, verdad y certeza que dimana de la que de esos principios divinos tienen. Esos principios son como su filosofía de la historia, basada, no en la especulación, sino en el conocimiento sobrenatural de los atributos divinos: del poder, de la justicia de la misericordia, de la bondad, de la veracidad de Dios, que todas las cosas las ordena a la manifestación de su Verbo y a la salud de los predestinados.

Tal es, por ejemplo, la filosofía divina en que se inspira Moisés al narrar el origen de las cosas, la historia de la humanidad primitiva, la de los patriarcas, la de Israel. Tal la de Josué al describirnos el cumplimiento de las divinas promesas en la distribución de la tierra prometida, etc. Esa misma es la que camino de Emaús, exponía el Salvador a sus dos discípulos, mostrándoles por los profetas, a partir de Moisés, cómo era preciso que Cristo muriese y por la muerte entrase en su gloria. La misma era la que exponía el santo Protomártir en su discurso ante el Sanedrín, que tantas dificultades encierra para los exegetas demasiado esclavos de la letra. El Espíritu Santo, que es quien inspira a los santos, es siempre el mismo, y siempre les muestra las cosas a la luz de Dios y les hace en todas buscar a Dios.

Mas en el conocimiento profético y hagiógrafo hay otro aspecto, que les es propio y singular y constituye como su objeto formal quo, y es la luz divina (lumen propheticum), con el que juzgan con infalible certeza divina de la verdad de las cosas que enseñan de palabra o por escrito, aunque se trate de aquellas verdades cuyo conocimiento hayan adquirido por modo ordinario de la razón o del magisterio, de tradición o del estudio de anteriores libros sagrados.

Esta luz sobrenatural, junto con la moción divina para escribir, constituye la inspiración de los libros sagrados, en virtud de la cual éstos son, al mismo tiempo, obra de Dios--autor principal-- y de los hagiógrafos--instrumentos racionales--: toda de Dios y toda de los autores sagrados.


10. El progreso de la revelación profética

Esta revelación profética de las verdades divinas se ajusta a una ley que importa mucho conocer. Es la ley del progreso, que expone admirablemente Santo Tomás, extendiéndola a todas las verdades, tanto a las especulativas cuanto a las prácticas. La doctrina de la fe va desarrollándose a la manera como se desarrollan las verdades de una ciencia, procediendo de los principios a las conclusiones. La razón de este progreso no está en Dios, que desde el primer momento podía revelarlo todo, sino en el hombre, que no era materia dispuesta para recibir de una vez todo cuanto Dios quería comunicarle. Aun los mismos profetas, órganos del magisterio divino, aunque más ilustrados que el pueblo a quien se dirigían, no siempre vieron cuanto en sus conceptos y en las palabras con que los expresaban iba implícito. También para ellos había un progreso correspondiente al del pueblo, pues siendo el fin de la profecía el bien y la utilidad espiritual del pueblo, tanto a cada uno de ellos se les comunicaba en términos claros o en imágenes y símbolos cuanto en cada tiempo convenía enseñar al pueblo. Así llevó Dios a plena ejecución su plan, comenzando la revelación desde los orígenes mismos de la Humanidad. Jesucristo, que es el fin y la consumación de la antigua alianza, puso el sello a la divina revelación, por sí o por sus apóstoles y discípulos, y entregó a su Iglesia ese divino tesoro de la revelación, dándole al mismo tiempo su Espíritu, y asegurándola con la promesa de su asistencia hasta el fin de los siglos. Con ella y por ella repite la Iglesia día tras día al mundo las mismas divinas enseñanzas en forma acomodada a las necesidades de cada época, para que nadie se vea privado del don de Dios.


II. LA INSPIRACIÓN Y LA VERACIDAD DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS


11. La Sagrada Escritura es veraz con verdad divina

Es doctrina de la Iglesia que cuanto se contiene en las Sagradas Escrituras ha sido inspirado por Dios, y es, por consiguiente, infaliblemente verdadero en el sentido en que el autor inspirado intentó decirlo, sin que en esto haya que distinguir entre cosas tocantes o no tocantes a la fe y a las costumbres. Así dice León XIII que no puede tolerarse la conducta de los que en la solución de las dificultades no vacilan en conceder que la inspiración se extiende sólo a las cosas de fe y costumbres, y dicen que cuando se trata de la verdad de las sentencias de la escritura no se ha de atender tanto a lo que dice Dios cuanto a la razón por que lo dice. Todos los libros que la Iglesia recibe y propone como canónicos y sagrados han sido en todas sus partes escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo; y está la divina inspiración tan lejos de admitir error alguno, y tanto por su misma naturaleza lo excluye cuanto es imposible que Dios, suma verdad, esté sujeto a error. Tal es la antigua fe de la Iglesia, definida solemnemente por los Concilios de Florencia y Trento, confirmada por fin y más solemnemente expuesta por el Concilio Vaticano (encíclica Providentissimus Deus).


12. La verdad en materia de fe y costumbres

No se limita esta veracidad a las cosas de fe y costumbres, aunque sean éstas el objeto propio y per se de la Sagrada Escritura, al cual se ordena todo lo demás que en ella se dice; pero en éstas ha de tenerse en cuenta principalmente lo que en el número 10 se dijo acerca del progreso de la revelación, sin lo cual no sería posible establecer la concordia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.


13. La verdad en materia científica

Los libros sagrados hablan con frecuencia de las cosas creadas, y en ellas nos muestran la grandeza del poder, de la soberanía, de la providencia y de la gloria de Dios; pero como la misión de los autores inspirados no era enseñar las ciencias humanas, que tratan de la íntima naturaleza de las cosas y de los fenómenos naturales, y acerca de ellas no recibían por lo general revelación alguna, nos las describen, o en lenguaje metafórico, o según el corrientemente usado en su época, como sucede todavía en muchos puntos aun entre los más sabios. El lenguaje vulgar describe las cosas tal cual las perciben los sentidos; y así también el escritor sagrado, advierte Santo Tomás, expresa las apariencias sensibles, o aquello que Dios mismo, hablando a los hombres, expresa de humano modo, para acomodarse a la humana capacidad (encíclica Providentissimus Deus).


14. La verdad en materia histórica

Es historia una gran parte los libros sagrados. Contiene ésta, en primer término, la narración de hechos que forman parte del tesoro revelado, como, por ejemplo, el pecado de nuestros primeros padres, el nacimiento de Cristo, su muerte y su resurrección, etc. Otros hay que, si no cada uno de por sí, pero sí en su conjunto, constituyen el objeto de algún dogma, por ser como la expresión de una ley de la sobrenatural intervención de Dios en la economía de la salud. Tales son las profecías y los milagros. Estas cosas vienen a ser la realización del artículo de la fe credo in Spirium Sanctum, qui locutus est per prophetas; pero la mayor parte de la historia sagrada la forman sucesos naturales, que muestran la providencia de Dios sobre Israel o sobre el mundo todo, ordenada a la realización de sus designios de salud por Jesucristo. En la narración de estos hechos, los autores sagrados, como inspirados, son del todo infalibles, como lo son en las cosas de la fe y costumbres, ya que escriben la historia sagrada inspirados por el Espíritu Santo, autor principal de la Sagrada Escritura, que ni puede engañarse ni engañarnos. Esta es la doctrina de la Iglesia, que hemos de retener firmemente y siempre al interpretar la Escritura. Para resolver las dificultades históricas que se presenten hemos de examinar con toda atención y rigor científico el texto sagrado y los documentos profanos, no dando por sentido cierto de la Sagrada Escritura lo que realmente no lo es, ni dando por dato histórico cierto lo que en verdad no dice el monumento o documento.

En esto es preciso tener muy en cuenta las enseñanzas de la encíclica Divino afflante Spiritu: "Pero no es muchas veces tan claro en las palabras y escritos de los antiguos autores orientales, como lo es en los escritores de nuestra época, cuál sea el sentido literal, pues lo que aquéllos quisieron significar no se determina por las solas leyes de la gramática o de la filología ni por el solo contexto del discurso, sino que es preciso que el intérprete vuelva, por decirlo así, a aquellos remotos siglos del oriente, y con la ayuda de la historia, de la arqueología, de la etnología y otras disciplinas discierna y distintamente vea qué géneros literarios, como dicen, quisieron emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella vetusta edad, pues no siempre empleaban las mismas formas y los mismos modos de decir que hoy usamos nosotros, sino más bien aquellos que entre los hombres de sus tiempos y lugares estaban en uso. Cuáles fueron éstos no puede el intérprete determinarlo de antemano, sino solamente en virtud de una cuidadosa investigación de las literaturas del Oriente. Esta, llevada a cabo en los últimos decenios con mayor cuidado y diligencia que anteriormente, nos ha hecho ver con más claridad qué formas de decir se usaron en aquellos antiguos tiempos, ya en la descripción poética de las cosas, ya en el establecimiento de normas y leyes de vida, ya, por fin, en la narración de hechos y de sucesos".


III. SENTIDOS DE LA ESCRITURA Y REGLAS HERMENEUTICAS


15. El sentido literal

Es el sentido literal el pensamiento que las palabras de la Escritura expresan según la intención de quien las dice. No importa que las palabras estén tomadas en su significación propia o en una acepción metafórica; el sentido que según la intención del autor expresan es siempre literal, literal propio o literal metafórico. En la religión se dan también cosas o acciones que se ordenan a expresar ideas y sentimientos del que las ejecuta. Tales ideas y sentimientos son, por consiguiente, sentido literal de las mismas. Pero la Sagrada Escritura es, toda, obra de dos autores: el autor humano y el Espíritu Santo, que le ilustra y le mueve a escribir. Como advierte Santo Tomás, la mente del autor sagrado es instrumento imperfecto del Espíritu Santo inspirante, y, por tanto, aun los verdaderos profetas no siempre alcanzan todo cuanto en las visiones que vieron o en las palabras que oyeron quiso el Espíritu Santo encerrar. Dios no comunica siempre a cada uno de los profetas toda la luz que por medio de ellos quiere derramar sobre el mundo, y cada uno de ellos viene a representar una fase en el progreso del magisterio divino, sin tener a veces por eso pleno conocimiento de cuanto oscura e implícitamente se halla en sus profecías contenido.

De aquí que en las Sagradas Escrituras puedan distinguirse dos sentidos literales: uno, el propiamente literal histórico; el otro, más espiritual, que, por tener en el Evangelio su pleno desarrollo, puede llamarse evangélico. El primero depende de las circunstancias históricas del escritor sagrado y de los destinatarios inmediatos de su obra. Tal, por ejemplo, el sentido histórico de la Ley es el que ésta tenía para los israelitas que la practicaban y para quienes era norma de vida.

El segundo viene a ser el mismo literal histórico visto a la luz de revelaciones posteriores, principalmente de la revelación evangélica. Es, por tanto, más amplio, más perfecto, pues el Espíritu Santo, que destinaba las Sagradas Escrituras, aun las del Antiguo Testamento, para alimento espiritual de la Iglesia de Cristo, no coartaba el sentido de la letra a la mente del escritor sagrado ni a la necesidad transitoria del pueblo de Israel, al cual iban inmediatamente destinados los libros. Y así vemos que en los Salmos y en otros libros que a diario usa la Iglesia hallan los fieles sublimes enseñanzas religiosas y la expresión de los más exquisitos sentimientos de piedad, como si para los cristianos directamente hubieran sido escritos, pues, como dice Santo Tomás, "el Espíritu Santo fecundó la Sagrada Escritura con la verdad más abundante de la que los hombres pueden comprender" (II Sent. 12,1,2 ad7).


16. Reglas para la investigación del sentido literal histórico y del evangélico

Las reglas hermenéuticas que en la investigación del sentido histórico se deben seguir están condensadas en estas palabras de Eutimio: "Los que leen las Sagradas Escrituras deben inquirir la intención del que habla, las disposiciones del que oye, atender a los lugares y a los tiempos, observar los modismos y no tomar de igual modo todas las cosas, si quieren alcanzar el sentido y no quedarse en la superficia de la letra". En cuanto al espiritual o evangélico, más perfecto que el histórico, pues la tendencia a la espiritualidad y a la perfección es la norma de la acción divina sobre el hombre, son dos las reglas que en su investigación han de observarse. Es la primera la unidad lógica que liga todas las verdades reveladas, haciendo de ellas un perfecto organismo. La segunda es el progreso de la revelación, la tendencia al desenvolvimiento lógico de esas verdades, partiendo de los más elementales principios para llegar a las más elevadas cumbres. Atendiendo a esta tendencia ascensional y apoyados en el sentido histórico de los lugares que sobre cada punto de la doctrina revelada forman como una cadena, podemos ver implícitas en textos oscuros de los primeros libros verdades que más claramente se contienen en libros posteriores, hasta llegar el Nuevo Testamento, conforme al antiguo axioma: Vetus Testamentum in Novum in Vetere latet.


17. El sentido típico

La tradición judía y la cristiana reconocen que hay en la Escritura, además del sentido literal, un sentido en que no son las palabras, sino las cosas o personas por ellas expresadas, las que inmediatamente significan. "El autor principal de la Escritura--dice Santo Tomás--es Dios, en cuyo poder está emplear, para significar las ideas, no sólo palabras, sino también cosas. Y siendo común a todas las ciencias expresar las ideas con palabras, la ciencia de la Sagrada Escritura tiene esto de propio: que en ella también significan algo las cosas mismas, expresadas por las palabras. Esa primera significación, por la que las palabras expresan las cosas, pertenece al sentido literal o histórico; aquella otra, en virtud de la cual las cosas mismas contenidas en las palabras representan y expresan a su vez otras cosas, se llama sentido típico, que supone el literal, y en él se apoya". La razón objetiva de este sentido la expone Santo Tomás como sigue:"Dios, autor del orden sobrenatural y ordenador de los hechos históricos, va disponiendo suavemente el curso de los sucesos, de suerte que todo se dirija a la glorificación de su Verbo y a la realización de su obra de salud". La semilla de la verdad va disponiendo las almas a recibir la revelación del gran misterio; las instituciones y observancias de la ley fomentan la piedad y el fervor religioso, que recibirán de Cristo su última perfección; las personas, los acontecimientos de la vida familiar o nacional, que contribuyen a preparar la obra mesiánica, sirven por el mismo caso para anunciar desde lejos al gran Rey de las naciones y para ir, aunque confusamente, dibujando el plan de su obra portentosa.

Los profetas señalan repetidas veces la liberación de la servidumbre egipcia como señal y prenda cierta de otra liberación más insigne, la de la cautividad babilónica o de la salud mesiánica. La bondad divina, mostrada por algún hecho especial, era motivo para excitar la confianza de los fieles en recibir otros más excelentes favores de Dios o prepararlos para ellos. Así se cumple que la vida en la antigua Ley es en todo una preparación de la vida cristiana, y la Ley misma, la primera etapa, la figura, el vaticinio del Evangelio. Debe, sin embargo, advertirse que este sentido, por la misma imprecisión de los signos que lo expresan, aunque apto para fomentar la piedad, no sirve para probar los dogmas de la fe sino cuando de su existencia en un determinado lugar de la Escritura nos conste, por la autoridad de un autor inspirado, la de la Iglesia o la unánime interpretación de los Padres. En estos casos tendrá el texto la autoridad de los intérpretes.


18. La tradición y la Escritura

Además de estas normas hemenéuticas, derivadas de la naturaleza divina de las Escrituras, se impone a los católicos la autoridad de la Tradición, representada por el magisterio de la Iglesia y las enseñanzas de los Santos Padres. Podría parecer que esto es un elemento extraño a la Escritura y que, como dicen los heterodoxos, impide y coarta el estudio científico de la misma. ¿Cómo justificar esta intrusión? No hay tal intrusión. La verdad divina, que es el objeto de la Sagrada Escritura, fue depositada primero en la mente de los profetas, órganos de Dios, para revelación de sus misterios. Los profetas, antes que nadie, recibieron la vida que de esa revelación brota, y laboraron luego por infundirla en el corazón del pueblo elegido, antes de que la escribieran en sus pergaminos. No fue otra también la obra de Cristo y de sus apóstoles y discípulos. De manera que la verdad revelada, alma y vida de la Iglesia, antes que en los libros fue escrita en la inteligencia y en el corazón de la misma. Allí reside vivificada por el Espíritu Santo, libre de las mutaciones de los tiempos y de la fluctuación de las humanas opiniones; no expuesta a los descuidos de los amanuenses, ni a la ignorancia de los transcriptores y traductores, ni a la malicia de los herejes, manifiesta a los sencillos, oculta a los soberbios y segura de los tiranos. El Espíritu Santo, que la depositó en la Iglesia, es el que da a ésta la inteligencia de la misma, y, por la inteligencia, la vida. Por eso el sentir de la Iglesia católica, la doctrina de los Padres y Doctores, que son sus portavoces y testigos; la voz del mismo pueblo fiel, unido a sus pastores y formando con ellos el cuerpo social de la Iglesia, son el criterio supremo, según el cual se han juzgado siempre las controversias acerca de los puntos doctrinales, así teóricos como prácticos; y así decretó el Concilio Tridentino que en la exposición de la Sagrada Escritura, en las cosas de fe y costumbres, a nadie es lícito apartarse del sentir de los Padres y de la Iglesia.

Su Santidad Pío XII, en su encíclica Divino afflante Spiritu, dice: "Pongan singular empeño en no exponer solamente--como con dolor vemos se hace en algunos comentarios--lo tocante a la historia, a la arqueología, a la filología y a otras disciplinas semejantes, sino que, empleando éstas oportunamente en cuanto pueden contribuir a la exégesis, expongan principalmente cuál es la doctrina teológica, de fe y de costumbres, de cada libro o de cada lugar, de manera que su explanación no sólo ayude a los doctores teólogos a proponer y confirmar los dogmas de la fe, sino sirvan también a los sacerdotes para explicar al pueblo la doctrina cristiana y, en fin, a todos los fieles para llevar una vida santa y digna de un cristiano".


IV. EL CANON DE LOS SAGRADOS LIBROS


19. Criterio de canonicidad

Llámase Canon a toda regla de la fe o de la disciplina eclesiástica. De aquí procede la denominación de canónicos que se da a los libros sagrados como tales, pues son regla de nuestra fe y de la vida cristiana, y, además porque han sido incluidos en otra regla más alta y universal, que es la tradición viva de la iglesia. De esta regla decía San Agustín que no creería en la Escritura si no le dijera la Iglesia que había que creer en ella. En la tradición de la iglesia se contiene la doctrina, no sólo acerca de la naturaleza de los libros santos, sino de cuáles son éstos. El medio por el cual se nos transmite esto último es principalmente la lectura pública de estos libros en la liturgia eclesiástica. Por eso los más antiguos documentos oficiales que poseemos sobre el canon de los libros sagrados regulaban la lectura pública en la Iglesia. En ella, sobre todo, se apoyaron los Concilios de Florencia y de Trento para definir y declarar de fe el siguiente.


20. Canon de los Libros Sagrados

"Son los que a continuación se enumeran: del Antiguo Testamento: cinco de Moisés, a saber: el Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio; Josué, Jueces, Rut, cuatro de los Reyes, dos de los Paralipómenos: Esdras, el primero, y el segundo, que se llama Nehemías; Tobías, Judit, Ester, Job; el Salterio davídico, que comprende 150 salmos; Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiástico, Isaías; Jeremías con Baruc, Ezequiel, Daniel; doce profetas menores, a saber: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías; y dos de los Macabeos, primero y segundo. Del Nuevo Testamento: cuatro evangelios: de San mateo, de San Marcos, de San Lucas y de San Juan; hechos de los Apóstoles, escritos por el evangelista San Lucas; catorce epístolas de San Pablo Apóstol: a los Romanos, dos a los corintios, a los Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses, dos a los Tesalonicenses, dos a Timoteo, a Tito, a Filemón y a los Hebreos; dos de San Pedro Apóstol, tres de San Juan Apóstol, una de Santiago Apóstol, una de San Judas Apóstol y el Apocalipsis de San Juan Apóstol".

A esta lista añadió el concilio Tridentino el siguiente canon: "Si alguno no recibiere por canónicos y sagrados estos libros, íntegros, con todas sus partes, como en la Iglesia católica acostumbraron a leerse y se contienen en la antigua edición Vulgata latina, sea anatema".

Estos libros suelen distinguirse en protocanónicos y deuterocanónicos, según que desde luego y sin vacilaciones fueron reconocidos como canónicos, o fueron objeto durante algún tiempo de dudas y discusiones. Los deuterocanónicos del Antiguo Testamento son: Tobías y Judit, los dos de los Macabeos, Eclesiástico y Sabiduría, Baruc, con algunos fragmentos de Ester y Daniel. Los del Nuevo Testamento son: Epístola a los Hebreos, II de San Pedro, II y III de San Juan, la de Santiago, la de San Judas y el Apocalipsis de San Juan.


V. TEXTOS Y VERSIONES


21. Lenguas en que fueron escritos los originales de la Sagrada Escritura

Acerca de un libro, sobre todo si es antiguo, importa mucho conocer dos cosas: la lengua en que fue escrito y la fidelidad con que su texto reproduce el origen del autor. Esto impone a los estudiosos de la Sagrada Escritura larga y penosa labor. Los libros santos fueron escritos en la lengua hablada por aquellos a quienes inmediatamente se destinaron. Así, la mayoría de los libros del Antiguo Testamento fueron escritos en hebreo. Algunos de ellos tienen trozos en arameo, lengua afín y muy semejante al hebreo, y que hablaron vulgarmente los judíos desde los tiempos de la cautividad babilónica. Finalmente, hay también algunos escritos en griego, lengua hablada por los judíos después de la dispersión, sobre todo en Egipto; y otros que, originalmente escritos en hebreo o en arameo, sólo se han conservado en una versión griega. De los libros del Nuevo Testamento sólo el evangelio según San Mateo fue originalmente escrito en arameo, como inmediatamente destinado a los judíos convertidos de Jerusalén; pero sólo en la versión griega se ha conservado, y en griego fueron originalmente escritos todos los otros libros.

Esta doctrina va resumida en el siguiente cuadro sinóptico:


22. Versiones Antiguas

Los judíos de la dispersión primero, y luego los cristianos, que no entendían la lengua original de los libros sagrados, hubieron de procurarse versiones de ellos en su lengua vulgar para poder leerlos en las sinagogas y en las iglesias. A los judíos de Alejandría se debe la primera y más antigua versión de la Biblia hebrea, hecha por varios autores, entre los siglos III y I antes de Cristo. Es la versión llamada de los LXX, que los Apóstoles autorizaron con su uso y entregaron a las iglesias por ellos fundadas. De esta versión griega, por desconocer el hebreo, hicieron después versiones los latinos, los coptos y otros, mientras que los sirios, cuya lengua es afín del hebreo, hicieron directamente de esta lengua la versión a la suya.


23. Orígenes de la Vulgata latina

A San Jerónimo, llamado por la Iglesia Doctor maximus in interpretandis sacris scripturis, se debe un triple trabajo sobre ellas. Primeramente corrigió la versión latina del Salterio, según la edición griega corriente. Después corrigió el mismo Salterio y otros libros del Antiguo Testamento, según la edición hexaplar de Orígenes. Por último, tradujo directamente del hebreo todos los libros del canon judío, y del arameo los libros de Tobías y Judit. Algunos de estos trabajos no pasaron al uso público de las iglesias y sólo se conservaron en poder de los eruditos. Los demás fueron siendo poco a poco adoptados por las iglesias, aunque mezclados con lecciones de la primitiva versión latina y reteniendo otras de ésta que San Jerónimo con sus correcciones había excluido. De estos elementos vino a formarse el texto de la actual Vulgata, que el Concilio de Trento, apoyándose, no en un examen crítico de la versión, sino en el uso tradicional de la Iglesia, declaró auténtica, mandando que nadie, bajo ningún pretexto, osara rechazarla en los actos públicos del magisterio ordinario de la Iglesia, como lecciones, predicaciones, etc. El cuadro trazado a continuación como resumen indica los elementos de que consta la Vulgata, cuya corrección, después de la verificada por Sixto V y Clemente VIII, está actualmente encomendada a la Orden Benedictina.


24. Autenticidad de la Vulgata

Respecto de la autenticidad de la Vulgata, más que decir nada por nuestra cuenta, preferimos reproducir lo que respecto de ella dice S. S. Pío XII en su encíclica Divino afflante Spiritu:

"Ni se figure nadie que este uso de los textos primitivos, obtenidos con el empleo de la crítica, se opone en modo alguno a la sabia prescripción del Concilio de Trento respecto de la Vulgata latina. Documentalmente consta que los Padres del Concilio no sólo no rechazaban los textos primitivos, sino que expresamente rogaron al Sumo Pontífice que, en bien de la grey de Cristo, encomendada a Su Santidad, además de la edición de la Vulgata latina, cuidase de que la Santa Iglesia de Dios tuviera también por medio de él un códice griego y otro hebreo, lo más correcto que pudiera ser. Y si por las dificultades de los tiempos y otros impedimentos no pudo entonces darse plena satisfacción a estos deseos, al presente, como lo esperamos, aunados los esfuerzos de todos los doctos católicos, podrá mejor y más plenamente satisfacerse. Y el haber querido el Concilio Tridentino que la Vulgata fuese la versión "que todos usaran como auténtica", esto, como cualquiera ve, sólo se refiere a la Iglesia latina y a su uso público de la Escritura, y en nada disminuye la autoridad y la fuerza de los textos originales. Pues ni se trataba entonces de los textos originales, sino de las versiones latinas que en aquel tiempo corrían, entre las cuales el Concilio, con mucha razón, decretó que había de preferirse la que en la misma Iglesia "había sido aprobada con el largo uso de tantos siglos". Por tanto, esta destacada autoridad, o, como dicen, autenticidad de la Vulgata, no fue establecida por el Concilio principalmente por razones críticas, sino más bien por su legítimo uso en la Iglesia, ya de tantos siglos, por el cual se demuestra que en las cosas de fe y costumbres está enteramente inmune de todo error, de modo que por testimonio y confirmación de la misma Iglesia puede aducirse con seguridad y sin peligro de error en las disputaciones, lecciones y sermones, y, por tanto, no es una autenticidad primariamente crítica, sino más bien jurídica. Por tanto, esta autoridad de la Vulgata en las cosas doctrinales no impide en modo alguno--antes hoy más bien exige--que esa misma doctrina se compruebe y confirme también por los textos originales y que a cada momento se acuda a los textos primitivos, en los cuales siempre y cada día más se aclare y exponga la verdadera significación de las Sagradas Escrituras. Ni prohíbe tampoco el Concilio Tridentino que, para uso y bien de los fieles cristianos y para más fácil inteligencia de la divina palabra, se hagan versiones en lengua vulgar, y éstas se hagan aún de los mismos textos originales, como con la aprobación de la autoridad de la Iglesia sabemos se ha hecho laudablemente en muchas naciones".


25. Versiones españolas

Las múltiples versiones españolas, ya totales, ya parciales, de los libros sagrados son, unas, del texto latino de la vulgata; otras, de los textos originales. Las primeras contienen todos los libros, como hechas por autores católicos; las segundas, como hechas por judíos o protestantes, sólo contienen los libros protocanónicos del Antiguo Testamento, es decir, aquellos cuyo texto hebreo ha llegado hasta nosotros, las de judíos; o los protocanónicos de uno y otro Testamento, las de protestantes.

1.º En su Crónica General, Alfonso X el Sabio incluyó la traducción de casi toda la Escritura hecha del latín: Biblia alfonsina.

2.º En los siglos XIV y XV, los judíos hicieron hasta seis versiones de la Biblia, la principal de las cuales, la única impresa, es la llamada Biblia del alba, editada en Madrid, Imprenta Artística, 1920.

3.º En el 1553, los judíos españoles residentes en Italia publicaron la biblia, traducida "palabra por palabra", en dos ediciones, la una dedicada a los judíos y la otra dedicada a los católicos. Del lugar de su impresión lleva el nombre de Biblia de Génova.

4.º En Basilea (1567-1569), Casiodoro de Reina, protestante, publicó una versión de toda la Biblia, que es conocida por Biblia del Oso. Esta misma, corregida luego por Cipriano de Valera, fue impresa en Amsterdam (1602). Es la que acredita y difunde por España la Sociedad Bíblica inglesa.

5.º Modificada la legislación eclesiástica, que desde el siglo XVI prohibía la lectura y, por consiguiente, la impresión de los libros santos en lengua vulgar, publicó el P. Felipe Scío, escolapio, la traducción española hecha del latín (Valencia 1791-1793).

6.º Don Félix Torres Amat, canónigo entonces de Barcelona, dio a luz otra nueva versión de la Vulgata latina, hoy muy difundida, en Madrid (1823-1825). Parece que en la preparación de su trabajo el Sr. Torres Amat utilizó una traducción inédita del P. José Miguel Petisco, S. I.

7.º El año 1947 salió a luz, bajo la editorial Biblioteca de Autores Cristianos, la Sagrada Biblia, versión crítica sobre los textos hebreo y griego, por el P. José María Bover, S. I. y D. Francisco Cantera, profesor de lengua hebrea en la Universidad Central.

Fuera de estas versiones generales, ya del Antiguo Testamento hebreo, ya de la Biblia toda, abundan las traducciones y ediciones de libros particulares o de grupos de libros de uno u otro Testamento.

Al dar a la pública luz esta nueva versión castellana directa y completa de las Sagradas Escrituras llenamos un vacío de tiempo ha sentido en nuestra España, y al encomendarla a la benevolencia de los lectores les pedimos y rogamos instantemente que la reciban y juzguen con la ecuanimidad y suma caridad que a todos los hijos de la Iglesia recomienda Su Santidad Pío XII en su reciente encíclica para con los conatos de los valientes operarios de la viña del Señor en las cosas bíblicas, huyendo de ese poco prudente prurito de impugnar o al menos de tener por sospechoso todo lo nuevo, pues sólo en un ambiente de mutua confianza y caridad podrán dar frutos los aunados esfuerzos que, manteniendo incólumes los principios dogmáticos y la doctrina de la Iglesia, aporte cada uno lo que pueda para el bien de todos, para provecho cada día creciente de la doctrina sagrada y defensa y honor de la Santa iglesia. La verdadera libertad de los hijos de Dios, fomentada y sustentada por todos, es condición y fuente de todo fruto verdadero y de todo progreso de la ciencia católica, como ya egregiamente lo expuso Su Santidad León XIII, diciendo:"Sin la común inspiración y la seguridad en los principios no podrán esperarse para estos estudios grandes provechos de los esfuerzos aunados de muchos".


Introducción especial a los libros históricos


1. La historia sagrada

Se llama Historia sagrada a la historia del pueblo de Israel, escogido por Dios para preparar la obra de la salud mesiánica. El concepto de esta historia depende del que de la misma salud se tenga. Para los racionalistas, esta salud no implica nada sobrenatural, y así, la historia de Israel no se distingue substancialmente de la historia de los otros pueblos. Según ellos, Israel, por una selección lenta y natural, bajo la influencia de los pueblos vecinos más cultos que él, fue elevándose de su estado primitivo de ignorancia y barbarie hasta la perfección moral y religiosa de que nos da testimonio la Biblia.

Más para quien cree en los destinos sobrenaturales del hombre y en la intervención sobrenatural y extraordinaria de Dios en la historia del humano linaje, la Historia Sagrada es la historia de esta sobrenatural intervención de Dios por medio de sus enviados, los profetas y legisladores de Israel. Desde los comienzos de la humanidad depositó Dios en el corazón del hombre una aspiración y una esperanza: la aspiración a participar de la vida divina y la esperanza de poder algún día alcanzar el término de esa aspiración, no obstante los impedimentos que a ello puedan oponerse. Esta aspiración y esta esperanza van tomando forma cada vez más clara en el corazón humano, hasta llegar a Jesucristo, que las lleva a feliz término. Tal desarrollo no se realiza sin enconada lucha, por oponerse a él las mismas fuerzas humanas. Pues bien, la Historia Sagrada es la historia de esa intervención divina, de sus luchas con las fuerzas adversas y de sus progresos hasta legar a la cumbre de la perfección en Jesucristo. San Agustín nos ofrece esta historia como la historia de dos ciudades opuestas: la ciudad de Dios, que vive del amor del Sumo Bien y lucha por El, y la ciudad del mundo, que vive del amor de sí misma y combate por hacerla triunfar.


2. Las leyes de la Historia Sagrada

La primera ley que rige el desarrollo de esta historia es la del progreso de la revelación profética, de que antes hemos hablado en la "Introducción general". San Cirilo de Alejandría compara la obra de Dios a la de un pintor, que al ejecutar un cuadro comienza por el dibujo, y va luego, poco a poco, dándole el colorido, hasta dejarlo acabado. La segunda ley es la de la adaptación. El progreso de la revelación es ya una adaptación a la capacidad del hombre, como bellamente lo declara San Juan Crisóstomo. Pero hay, además, otra adaptación a las condiciones intelectuales, morales y religiosas del hombre, en virtud de la cual va Dios elevando constantemente las ideas, los sentimientos, las instituciones, los ritos y ceremonias, para cada vez mejor expresar la verdad revelada y ennoblecer los sentimientos que de ella brotan. Más lejos lleva todavía Dios esta adaptación, llegando hasta condescender temporalmente con ciertas flaquezas humanas, esperando a que la fuerza de su gracia venga a hacerlas desaparecer. De aquí que las verdades de orden moral y religioso, como destinadas por su naturaleza a informar y regir la vida humana, comiencen por tomar cuerpo en la misma organización social, en las leyes e instituciones civiles, en las costumbres domésticas y en las ceremonias y ritos religiosos, ya antes conocidos y practicados por Israel, y vaya purificándolos y elevándolos en virtud de un nuevo principio de vida sobrenatural, elevando mediante ellos la vida misma del hombre. Esto explica la gran semejanza entre la vida de Israel y la de los otros pueblos, especialmente si son de su misma raza o han vivido en estrecha relación con él. De ahí las coincidencias de Israel con esos pueblos en cuanto al nacionalismo, la venganza personal, la poligamia, el divorcio y otras cosas tocantes a la religión y a la moral, que va Dios por sus profetas poco a poco restringiendo, hasta que del todo quedan corregidas con la promulgación del Evangelio.

Por esta incorporación de la revelación divina a la vida del pueblo se explican también las influencias que han ejercido en el desarrollo de la Historia Sagrada los sucesos históricos, como guerras, invasiones extranjeras, deportaciones, cambios de dinastía, etc.

Estas sencillas pero fundamentales consideraciones nos dan la solución de las dificultades y argumentos que oponen los racionalistas, y en que apoyan éstos su teoría de la absoluta semejanza entre la Historia Sagrada y la historia de otros pueblos, por las analogías externas que entre una y otra se ofrecen.


3. Clasificación de los libros históricos

Del concepto que de la Historia Sagrada hemos expuesto se desprende que los documentos primarios de la misma son los escritos de los profetas, por los que se comunica la divina revelación, y los textos legislativos en los que esa revelación toma cuerpo para obrar sobre la vida del pueblo. Pero no es de estos libros de los que ahora tratamos, sino de aquellos que formalmente narran la vida del pueblo, sus vicisitudes, sus guerras, deportaciones, caídas y resurgimientos religiosos, en los que, como importantes actores de la historia, intervienen los ministros de la revelación. Estos libros son, en el Antiguo Testamentos, los siguientes: el Génesis y, en parte, los otros cuatro libros del Pentateuco; Josué, los Jueces, Rut, los dos de Samuel, los dos de los Reyes, los dos de las Crónicas, comúnmente llamados Paralipómenos; Esdras y Nehemías, Tobías, Judit, Ester y, finalmente, los dos de los Macabeos. De ellos, la mayor parte contiene la historia general de Israel; otros se limitan a episodios personales importantes en la vida del pueblo; por ejemplo, Judit y Ester; otros son biografías particulares, pero siempre relacionadas con la vida del pueblo, por ejemplo, Rut y Tobías. Los que contienen la vida general del pueblo forman dos series, aunque con algunos vacíos. En el Pentateuco, el Génesis, que es como la prehistoria de Israel, y el Deuteronomio, que es un resumen de la historia y de la ley, forman dos obras literariamente distintas de los otros tres libros, en que se nos cuentan la liberación de la servidumbre egipcia, la legislación dada a Israel y las peregrinaciones por el desierto.

Entre el Génesis y el Exodo hay un vacío de varios siglos, correspondiente a la estancia de Israel en el país de los faraones. Josué, que cuenta la conquista y la distribución de la tierra de Canaán entre las tribus, empalma literaria e históricamente con el Deuteronomio. Los Jueces son literariamente obra distinta, pero su historia enlaza con la que le precede y la que le sigue; abarca el espacio de varios siglos que median entre Josué y Samuel. Los dos que en hebreo llevan el nombre de este último, y que en los LXX y en la Vulgata son los dos primeros de los Reyes, forman literariamente una sola obra, que narra los orígenes y la consolidación de la monarquía, precedida de la judicatura de Samuel, que es el órgano de Dios para la introducción de este cambio de gobierno en Israel. Con esta obra enlazan históricamente los dos libros de los Reyes, que en los LXX y en la Vulgata son el III y el IV de los Reyes y forman literariamente una obra independiente, en que se narra la historia de la monarquía davídica en tres períodos: primero, el reinado de Salomón (1 Re 1-11); luego, la historia paralela de los dos reinos, hasta la destrucción de Samaria en 721 (1 Re 12; 2 Re 17); y, por fin, la historia de Judá hasta la cautividad en 587 (2 Re 18-25).

Los libros siguientes a éstos forman una segunda serie paralela a la primera. Los Paralipómenos o Crónicas resumen en forma de genealogías toda la historia que media entre Adán y Samuel, y prosiguen luego en la forma histórica ordinaria la historia de la monarquía de Jerusalén, en sus relaciones con el Santuario, hasta la destrucción de la ciudad santa. Literaria e históricamente entroncan con el libro de Esdras, que narra los esfuerzos para la restauración de Jerusalén, después de la vuelta de la cautividad. Nehemías completa la historia de este período, pero ni literaria ni históricamente enlaza con las dos obras precedentes. Los dos de los Macabeos son dos libros independientes y, en parte, paralelos entre sí. Por vía e introducción comienza el primero contando la historia de Alejandro Magno y de sus sucesores hasta Antíoco IV, que con su tiranía originó la sublevación de los judíos, objeto principal de la obra. Cuenta las hazañas de los tres hijos de Matatías: Judas, Jonatán y Simón, durante un espacio de cuarenta años (175-135). El libro segundo toma el hilo de la historia desde Seleuco IV, predecesor de Antíoco IV, y termina en 161 con la victoria de Judas sobre Nicanor. Entre Esdras, Nehemías y los de los Macabeos, queda sin llenar un espacio bastante largo de tiempo.

En cuanto a las historias episódicas particulares, no cabe duda de que la de Rut pertenece a la época de los Jueces; pero acerca de la de Judit discuten mucho los críticos si pertenece a la época anterior o a la posterior a la cautividad. La de Ester no cabe dudar que es de la época de los persas. Tobías cuenta sucesos acaecidos bajo la denominación asiria.

En el Nuevo Testamento son históricos los cuatro evangelios y los hechos de los Apóstoles. Ninguno de los evangelios es la perfecta y completa biografía de Cristo Nuestro Señor, pues aunque todos ellos tengan por objeto la narración de los sucesos de su vida, sus milagros y sus predicaciones, hay, como advierte San Juan al fin del suyo, otras muchas cosas que hizo Jesús, y que si todas se consignaran por escrito, ni el mundo todo podría contener tantos libros. Cada uno de los evangelios consignó de los hechos y de las predicaciones del Salvador aquellos que más hacían al fin doctrinal que cada uno se propuso. Los tres primeros tienen entre sí gran semejanza en el material histórico que eligieron y aun en el orden que siguieron en su narración. Por eso se llaman sinópticos, pues los tres nos dan una común visión de la vida de Jesús, en su mayor parte durante su ministerio evangélico en la Galilea. El cuarto, el de San Juan, se distingue notablemente de los otros tres, y el material histórico, principalmente sermones del Salvador, lo toma de su ministerio evangélico en la Judea. El no ser los cuatro evangelios biografías propiamente dichas de Jesús no obsta para que contengan y de ellos se deduzca una historia bastante completa, lo completa que quiso Dios que la tuviéramos, de la vida y del ministerio evangélico del Salvador, pues nos describen su origen, su ministerio, sus dichos, su pasión y muerte, su gloriosa resurrección y su ascensión a los cielos.

Los Hechos de los Apóstoles son la narración de algunos acontecimientos de capital importancia acaecidos en la Iglesia primitiva desde la ascensión del Señor hasta la cautividad de San Pablo en Roma, como son: la solemne fundación de la Iglesia, la primera persecución contra ella desencadenada por los judíos, la vocación de los gentiles, la conversión de pablo, el Concilio de Jerusalén y algunos de los principales hechos de la actividad apostólica de Pedro y de Pablo.


4. Concepción pragmática de la historia

Por lo que hace al método con que han sido escritos los libros históricos, es preciso distinguir entre la concepción de la historia y su ejecución literaria. La concepción de la historia es en los autores sagrados pragmática, es decir, de tesis doctrinal, y su pragmatismo se funda en los principios religiosos enseñados por los profetas y expuestos en muy varias formas en los libros de la Escritura. Estos principios son distintos en los distintos autores; pero todos se derivan de la especial providencia que Dios había prometido a Israel. En la primera parte del Génesis es manifiesto el propósito de narrar algunos sucesos en que se manifiestan los divinos atributos, principalmente aquellos que tienen más estrecha relación con el orden moral, y el de tejer las humanas genealogías, hasta llegar a Abraham, en quien y en cuya descendencia se concretan las divinas promesas. Los restantes libros del Pentateuco y el de Josué demuestran como cumplió Dios la promesa hecha a Israel de tomarle por pueblo suyo, sacándole de la servidumbre egipcia, haciendo con él una alianza y dándole la tierra prometida. El pragmatismo de los Jueces se halla claramente formulado en la segunda introducción (2,6-29). Cuando Israel, olvidado de su vocación y de su pacto con Dios, se deja seducir por el culto idolátrico de los cananeos, el Señor le manda enemigos que le castiguen, y el castigo le reduce a penitencia. Convertido, le envía Dios un juez, que le libra de sus enemigos. El pragmatismo de Samuel tiende a demostrar cuáles son los deberes de la monarquía teocrática de Israel, cuyos reyes no deben obrar como señores absolutos a semejanza de los de los otros pueblos, sino mostrarse dóciles a la ley divina y a la dirección de los profetas. David es el modelo de los reyes de Israel. Sobre este mismo concepto está calcado el plan de los libros de los Reyes de Israel. Sobre este mismo concepto está calcado el plan de los libros de los Reyes y de las Crónicas. En general, puede decirse que los historiadores sagrados van siempre guiados por un fin doctrinal, inspirado en la ley y en los profetas. De aquí procede que para establecer su pragmatismo, su filosofía de la historia, no necesitan hacer una completa exposición de los hechos de los que poder deducir científicamente sus conclusiones. Los hechos, más bien que material para una argumentación inductiva, son como ejemplos en los que se realizan los principios conocidos por la revelación; y así la narración no necesita ser completa, ni en la exposición general de los hechos ni en la detallada descripción de los mismos. Ya hemos indicado que hay largos lapsos de tiempo sobre los que nada nos dicen los historiadores, y añadiremos que no pocas veces la narración está lejos de ser suficientemente detallada y completa para darnos cabal conocimiento de los hechos.


5. Ejecución literaria de la historia

Dos métodos se muestran claramente en el modo que los historiadores siguieron en la composición de sus obras: el de redacción personal y el de compilación o transcripción de documentos. Judit, Tobías y I de los Macabeos nos ofrecen un ejemplo del primer modo. El segundo aparece claramente en los Reyes, las Crónicas, Esdras-Nehemías y II de los Macabeos. Según la opinión de algunos exegetas, esto último sucede también en los restantes libros del Antiguo Testamento, desde el Génesis hasta los de Samuel.

Acerca de este segundo método hay que advertir que la transcripción y compilación de documentos se hace alguna vez sin ninguna indicación de las fuentes, y aunque de ordinario se redactan adaptándolos al cuadro histórico que el autor sagrado se ha propuesto, alguna que otra vez se transcriben tal y como se hallan en sus fuentes; pero con esto gana la historia, si no en claridad, en autoridad humana, toda vez que se nos dan mejor a conocer las fuentes en que la Historia se apoya; y éstas, cuanto son más antiguas y más cercanas a los hechos mismos, tanto mayor crédito merecen ante el tribunal de la razón histórica.


6. Relaciones entre la Historia Sagrada y la profana

Debemos recordar el concepto que de la Historia Sagrada hemos expuesto, según el cual es la historia de la verdad y de la gracia divinas, encarnadas en el pueblo de Israel, cuya vida tienden a elevar, a divinizar, según la expresión de los místicos. Por esta incorporación en la vida de Israel, la Historia Sagrada viene a ponerse en contacto con la profana y a recibir sus influencias.

Primeramente hay que considerar en la historia de los pueblos gentiles sus instituciones políticas, sociales, domésticas, etc., para compararlas con las del pueblo hebreo. Asimismo se ha de atender a la vida moral y religiosa, a la manera de concebir la divinidad y sus relaciones con el hombre, a las ceremonias y ritos del culto, etc. Aun prescindiendo de lo que en esto pudiera haber que remontase a la tradición primitiva, se ha de tener en cuenta que son con frecuencia manifestaciones de la razón natural, que son un destello del Verbo divino y que algunas son buenas y tienden a la perfección de la vida humana, aunque en ellas, como en todo, quepan no pocos errores. Participando Israel de la cultura antigua, y recibiendo las influencias de otros pueblos, en muchas cosas más adelantados que él, es natural que tales influencias hayan alcanzado a sus costumbres y a la manera de expresarlas. De aquí proceden las grandes semejanzas que en muchos puntos existen entre el pueblo de Israel y los otros pueblos con quienes vivió en contacto. Pero al lado de estas semejanzas hay una substancial diferencia y una manifiesta superioridad en la verdad sobrenatural que anima la vida del pueblo hebreo. Hay en la religión de Israel un soplo de vida que tiende a elevar las almas a las altas regiones de lo divino. Y de aquí procede el término que una y otra cultura han tenido. Murió la gentílica con los pueblos que la crearon, a no ser en aquellos elementos que fueron asimilados por la religión bíblica, mientras que ésta va cada día progresando y contribuyendo al progreso espiritual del mundo. En el primer aspecto de esta exposición, cuanto contribuya a ilustrar la historia de la antigua cultura servirá para ilustrar la historia bíblica.

En segundo lugar, hemos de considerar los grandes sucesos históricos de influencia universal que más resonancia han tenido en la historia del pueblo hebreo, tales como emigraciones, invasiones, guerra, nacimientos y caídas de imperios, etc. Fueron éstos en gran número porque Palestina ha sido el lugar de encuentro de las antiguas civilizaciones y de los antiguos imperios. Por eso, cuantos documentos contribuyan a ilustrar la historia de Egipto, de Asiria, de Caldea, del imperio de Alejandro Magno y de sus sucesores, pueden contribuir a ilustrar la Historia Sagrada, que tantas veces los menciona o los supone conocidos de los lectores. Al contrario, son muy raros los casos en que los documentos de la historia profana hacen mención del pueblo de Israel o de cosas tocantes a él, y cuando esto ocurre, hablan de él sólo como objetivo de alguna de sus campañas; pero la vida religiosa de Israel, lo que constituye su privilegiada grandeza, fue totalmente desconocido de los escribas egipcios, asirios y babilónicos. Solamente los griegos, curiosos investigadores de las cosas extranjeras, se dieron cuenta de este hecho, y el juicio que de él formaron concuerda con el que más tarde se hicieron del Evangelio (1 Cor 1,22s).


7. Principales documentos históricos

Entre los principales documentos que contribuyen a ilustrar la Historia Sagrada indicaremos los siguientes:

  1. El relato caldeo de la Creación, siquiera sea por el manifiesto contraste con la narración del Génesis.
  2. El del Diluvio, bastante más interesante que el de la Creación, y cuyas semejanzas con el relato bíblico, fuera de lo que atañe a la noción de Dios, son innegables.
  3. Además de la lista de los diez reyes antediluvianos, que nos era conocida por Beroso, otras más han sido halladas recientemente en Mesopotamia, muy útiles para descifrar el misterio de los diez patriarcas ante y posdiluvianos contenidos en Gén 5 y 11,10-26.
  4. La inscripción de Meneftá, único documento egipcio en que se menciona a Israel, y que, si en su estilo fuera más preciso, podría servir para fijar mejor la época del éxodo.
  5. Para el estudio de la Ley contribuye el monumental código de Hammurabí, juntamente con otros muchos documentos jurídicos y religiosos que nos ofrece la literatura cuneiforme.
  6. La correspondencia diplomática de El-Amarna nos da una idea muy cumplida del estado político de Palestina anterior a la invasión de los hebreos, conducidos por Josué. No hay hasta hoy modo de ilustrar el período de los jueces ni los comienzos de la monarquía.
  7. De la misma época ha sido hallada en Ras-Shamra, al norte de Fenicia, toda una biblioteca escrita en lengua cananea y en escritura alfabética, pero cuneiforme. Su valor es grande para conocer la vida religiosa de Siria y Fenicia.
  8. Sesak nos dejó grabados en los muros de Karnak los nombres de las ciudades de Palestina por él conquistadas en la expedición de que nos da cuenta el libro segundo de las Crónicas (12,3).
  9. Mesa, rey de Moab, celebra en su inscripción las victorias alcanzadas sobre Israel, de que hace mención el libro segundo de los Reyes (4,3s).
  10. Muy ricos en noticias son los archivos asirios, en los que hallamos minuciosos relatos de las campañas de Salmansar, Teglatfalasar IV, Sargón, Senaquerib, Asaradón y Asurbanipal.
  11. Otro tanto sucede con las crónicas de Babilonia, que ilustran la historia de los imperios mesopotámicos hasta la conquista de Babilonia por Ciro.
  12. A la época de la restauración de Jerusalén pertenecen los papiros de Elefantina, que esclarecen notablemente la historia de Esdras y Nehemías.
  13. Para la época posterior tenemos los historiadores clásicos, principalmente Flavio Josefo, que para trazar la historia de los últimos días de su patria dispuso, sin duda, de más abundante documentación que los extraños y presta una gran contribución a la Historia Sagrada.
  14. Desde el año 1947 se han hallado en las grutas existentes a la orilla occidental del Mar Muerto gran cantidad de documentos: unos son textos de la Sagrada Escritura, que habrán de ejercer grande influencia en la crítica textual de la Biblia; otros, que ilustran notablemente la vida de la secta esenia judía, ya conocida, pero que los nuevos hallazgos nos dan a conocer mejor.


8. La cronología bíblica

La historia describe los hechos, condicionados por el espacio y el tiempo; por eso se dice que la geografía y la cronología son los dos ojos de la historia. Para muchos es casi un axioma que en la Escritura no hay cronología, y la verdad es que las incertidumbres en la cronología bíblica son muchas, aunque no las mismas en todos los libros. La cronología precedente a la época de Abraham se halla en las dos genealogías de los diez patriarcas anteriores y posteriores al diluvio. Adicionados los años que corren entre el nacimiento de cada uno de estos patriarcas y el de su primogénito o sucesor, nos dan la duración de cada uno de estos períodos. Pero la inseguridad de las cifras y la incertidumbre acerca de la naturaleza de estos números y de estas genealogías hace aquí verdadera la anterior afirmación de que no hay cronología bíblica. El historiador caldeo Beroso nos presenta también para los tiempos antediluvianos una serie de diez reyes que reinaron en Caldea, pero la obscuridad de la cronología bíblica no se disipa con este también obscuro documento. Los datos generales de la historia de Caldea, de Egipto, de Elam y, sobre todo, los de la Prehistoria parecen demostrar que estas genealogías bíblicas son muy incompletas.

Ha sido bastante común aceptar la coincidencia de la época de Abraham con la de Hammurabí; pero nuevos documentos han obligado a mudar de sentencia. Los más recientes descubrimientos cuneiformes colocan el comienzo del reinado de Hammurabí por el año 1700. No hay, pues, hasta ahora punto fijo en la cronología profana que pueda en este período servirnos de apoyo para la cronología bíblica del mismo. Todos convienen en que la inmigración de Israel en Egipto se verificó durante la dominación de los reyes hicsos; pero habiendo durado ésta varios siglos, y siendo muy obscura en su historia, en esa misma o mayor obscuridad quedamos respecto del tiempo de la inmigración. El tiempo del éxodo tampoco puede con seguridad determinarse. Las opiniones de los egiptólogos se dividen, optando unos por el reinado de Amenofis II, en la postrera mitad del siglo XV a. C., y otros por el de Meneftá, dos siglos más tarde, hacia el año 1230 a. C. La sentencia común hace recaer el año 1000 a. C. en el reinado de David. La duración del período de los jueces queda sin determinar. Son bien conocidas las palabras de San Jerónimo sobre la obscura cronología de los libros de los Reyes. Sin embargo, a la nueva luz de los documentos asirios, la cronología bíblica adquiere algunos puntos fijos en este período. Así la campaña siro-efraimita, que tan importante lugar ocupa en los vaticinios de Isaías, ocurrió por los años 734-732 a. C.; la destrucción de Nínive ocurrió en el 612 a. C.; en 586, la de Jerusalén, y en 539, la conquista de Babilonia por Ciro. Con ésta termina oficialmente la cautividad. La cronología de la restauración, aunque más fija, tiene todavía sus dificultades y los doctos disputan sobre el orden que en la historia tienen las legaciones de Esdras y Nehemías. En los libros de los Macabeos el cómputo de los años es más preciso, pues ambos libros parten de la misma fecha, la de la batalla de Gaza, comienzo de la era seléucida, que principia el 1.º de Octubre del año 312 a. C. Pero el libro primero comienza a contar a partir de la Pascua de dicho año, mientras que el segundo cuenta desde el otoño del mismo, originándose así una diferencia de seis meses en el cómputo del uno y del otro.